Entre todos los edificios que conforman la calle Boticas, destaca por su singularidad la llamada Casa del Ajimez, hoy Centro de Acogida al Turista.
Desde finales del siglo XV albergaba de las boticas de la villa, en cuyo interior existía una o varias armaduras repletas de botes y cajas, conteniendo los más diversos productos de la farmacopea del momento, dispuestos para ser mezclados por medio del almirez, el alambique o la redoma, dando como resultado drogas y compuestos con que aliviar al enfermo.
El primer boticario del que tenemos noticia es Juan Vázquez Durán, allá por 1566, al que sucedería Francisco Durán a los pocos años y que sería el último propietario que a su vez ejerciera la profesión. En efecto, los siguientes poseedores del inmueble ninguno es boticario, por lo que es alquilada a aquellos que estén interesados en desarrollar su profesión a cambio de una cantidad anual en concepto de arrendamiento. Este fue el caso de Andrés González Pacheco, boticario procedente de Guadalcanal, que la arrienda en 1643. En la escritura que se redacta como consecuencia de tal acuerdo, encontramos por primera vez la denominación de la mencionada botica como Botica del Mármol; título que respondía a la presencia en el interior de la misma de un tablero funerario de mármol −actualmente en el patio− de procedencia romana.
A lo largo del siglo XVII y parte del XVIII sigue desempeñando su función como expendedora de preparados medicinales. Sin embargo, a lo largo del dieciocho se constata un paulatino abandono como servicio sanitario, decantándose cada vez más como despacho de aguardiente; actividad que se convertirá en la principal cuando en 1827 Diego Infante, que la había comprado unos años antes, suscriba un contrato para la venta en exclusiva de licores y aguardientes.
La nueva dedicación como lugar donde vender destilados del vino, se incrementa a lo largo de los años siguientes hasta convertirse en una pequeña bodega doméstica. En el centro y apoyada en los huecos se puede observar los lugares en los que se insertaba una prensa. El mosto se deslizaba por el suelo inclinado hacia el lebrillo del final. De ahí se pasaba a las tinajas que rodeaban la habitación para fermentar en el gustoso vino de pitarra.
No sabemos con certeza cuando cesó en su actividad expendedora de vinos y derivados, pero ya en el siglo XX la encontramos sirviendo de vivienda particular. Las últimas décadas de siglo constatan un deterioro importante en la estructura del edificio que cada vez se resiente más, consecuencia de lo cual fue el hundimiento de toda su estructura poco antes de ser adquirido por el Plan de Dinamización Turística, quedando únicamente en pie su fachada.
La fachada
La fachada, hoy, semeja un palimpsesto. Es una obra de arte mudéjar del siglo XV, aunque el esgrafiado puede fecharse varios siglos después. Está fabricada con mampostería en la planta baja y ladrillo en la superior. Éste originalmente estaba al aire, tal y como se ha dejado en parte de la fachada, ya que llevaba la llaga historiada, es decir, trabajada para ser vista. En la planta baja la mampostería iba revocada en unas zonas y en otras donde el ladrillo se usaba estaba trabajado como en la superior, pero al ser de peor calidad, el relleno era mayor y para igualarlo iba pintado de rojo. El arquitecto ha seguido en este caso un criterio personal de intentar repetir el sistema de la planta alta, pero al no poder usar el ladrillo ha realizado un revoco que simula tanto los ladrillos como las llagas. Casi en el centro de la fachada está dispuesta la portada. Totalmente de ladrillo, aparece resaltada sobre el muro y muestra un arco adintelado muy grueso que recuerda los sistemas constructivos del arte nazarita o granadino. Lo más original es el alfiz que enmarca la puerta, realizado con ladrillo aplantillado, formando rombos, simula una labor sencilla de lacería, cuyas zonas centrales llevaban azulejos.
La portada, tras la obra, ha sido todo un descubrimiento, pues se desconocían en Zafra puertas de este tipo, pero al rescatarse se ha podido comprobar que otras casas del entorno muestran portadas similares, algunas muy deterioradas por el paso del tiempo.
Encima, y a plomo con la portada, se dispone un ajimez, es decir, una ventana partida por una columnilla de mármol sobre la que apean dos arcos de ladrillo, angrelados y ligeramente peraltados, cuyas roscas se prolongan en el alfiz que lo enmarca. Los azulejos de cerámica vidriada a la cuerda, que se utiliza para enmarcar el ajimez, sin duda son muy posteriores al mismo, creemos que son del siglo XIX. Se han conservado, ya que se ha seguido tanto el criterio de que ya forman parte histórica del ajimez (serían un elemento importante, pues, de la imagen fijada del mismo), como el de que nada ganaríamos eliminándolos, y habría que haberlos sustituido por otros cuyo efecto final desconocemos.
Así mismo, aunque es más tardío, resulta interesante el esgrafiado que adorna la fachada, ya que se trata de uno de los pocos restos de esta técnica decorativa, que debió abundar en la ciudad durante los siglo XVI al XVIII y que contrasta con esa idea de pueblo blanco que actualmente le caracteriza.
Estructura
Se trata de una vivienda que se utilizó con una doble finalidad: comercial y pública en la planta baja, y doméstica y privada en la alta. Tal y como se constata en sus estructura, la puerta principal da acceso a una sala amplia, dividida en dos crujías por un arco rebajado, en vez de a un zaguán y a un pasillo en torno al que se distribuyeran las estancias.
Tenemos constancia de la realización de una importante obra en el año 1566, cuando era inquilino de la misma el boticario Juan Vázquez, que adquirió a Diego Hernández «seis mil ladrillos los un myll ladrillos de solar e los cinco myll de labrar de buen ladrillo bien cozido», por un importe de 6.750 mrs.
Como ya hemos mencionado anteriormente, la vivienda varió el sentido originario mercantil, orientándose hacia finales del siglo XVIII hacia el despacho de productos procedentes de la uva, como se demuestra por la bodega que se descubrió en una habitación lateral. Dicha bodega está cubierta con dos tramos de bóveda de rosca de ladrillo. La bóveda es muy característica de la arquitectura tradicional extremeña, cuyos orígenes se remontan a Bizancio. Estas bóvedas de ladrillo realizadas sin sustento durante la construcción (“al aire”), son una adaptación sin igual al medio extremeño, no utilizan costosas cimbras de madera, son muy resistentes, bellas y forman un perfecto aislante.
Colindante con la bodega, se encontraba una cocina con una amplia chimenea en el lugar que hoy están la escalera y el ascensor. La planta alta se usaría exclusivamente para el ámbito doméstico. La sala iluminada por el ajimez sería la estancia principal y común de la casa, tendría pocos muebles, quizá estuviese alfombrada o con esteras, un escaño y con cojines para sentarse, en la noche podía usarse como alcoba por algún miembro de la familia. Esta sala daba acceso a dos alcobas, una cuya vano se conserva íntegro en el muro maestro: es una puerta delimitada por un arco conopial (un arco muy rebajado y con una escotadura en el centro de la clave, que lo hace semejante a un pabellón o cortinaje), enmarcado por su correspondiente alfiz. Todo en ladrillo. Semejante debía ser otra puerta que daba acceso desde la sala a otra alcoba, en este caso con ventana a la fachada, y cuyo arranque se adivina junto al ajimez. La casa en la planta alta está llena de nichos concavidades en el espesor de los muros, para colocar en ella objetos, piezas de la vajilla o ajuar de la casa, o cualquier cosa en definitiva. A ambos lados de la puerta conopial hay cuatro de estos nichos, lo mismo que a la vuelta por la alcoba.